Por Francisco, el pirata de tierra
Valparaíso, la joya del Pacífico, obtuvo el título de Patrimonio de la Humanidad en el año 2003, un reconocimiento que destacaba su arquitectura única, sus coloridos cerros y la historia marítima que define su esencia. Este puerto, enclavado entre el mar y los cerros, fue admirado por su carácter auténtico y su riqueza cultural, elementos que le valieron un lugar privilegiado en la lista de sitios de valor universal.
En las décadas de 1950 y 1960, Valparaíso era una ciudad vibrante que atraía turistas de todo el mundo. Navegantes y aventureros soñaban con llegar a este puerto bohemio, conocido por sus cabarets, bares llenos de historias y música en vivo, como el mítico Cinzano o el J. Cruz. Sus calles eran un caleidoscopio de cultura, donde convivían poetas, artistas, y comerciantes que alimentaban una vida nocturna legendaria. Los trolebuses recorrían las calles y los ascensores conectaban el cerro con el Plan, mientras la bahía reflejaba un puerto activo y lleno de promesas.
En este puerto, donde el “choro” era parte de la identidad porteña, existía un peculiar código de honor. El choro cogotero era temido pero también respetado. Este ladrón de antaño, lejos de causar daño innecesario, actuaba con cierta ética en sus fechorías. No se trata de glorificar la delincuencia, sino de recordar cómo incluso en los rincones oscuros del puerto existía una forma de respeto mutuo, una suerte de equilibrio en el caos.
Hoy, esa identidad porteña parece haber sido sepultada bajo una ola de problemas que no cesan. Valparaíso se inunda, pero no de agua, sino de sus propias lágrimas. El turismo, que alguna vez fue el motor económico de la ciudad, está estancado. Las calles se han convertido en un escenario de consumo de drogas y balaceras. Los locatarios cierran sus puertas ante la inseguridad, y el “choro” respetuoso ya es solo una memoria distante. La delincuencia de hoy no busca sobrevivir; busca destruir.
Valparaíso no es solo Cerro Alegre y Cerro Concepción, las postales que los turistas visitan creyendo haber conocido la ciudad. Valparaíso es mucho más: es la Iglesia de La Matriz, la Aduana, la subida Márquez, y los pasajes olvidados donde la verdadera historia porteña sigue respirando a duras penas. Pero esos lugares, llenos de alma, han sido relegados al olvido, como si solo existieran para recordarnos lo que fuimos y ya no somos.
El Valparaíso de hoy es un barco a la deriva, sin un timonel capaz de llevarlo a puerto seguro. Ninguna administración municipal ha estado a la altura del desafío que representa esta ciudad. Las promesas se hunden, y los héroes que podrían rescatarla nunca llegan. Mientras tanto, Valparaíso sigue siendo el lugar donde todos los piratas llegan a convertirse en autoridad, dejando tras de sí un legado de abandono y frustración.
Pero Valparaíso no merece ser el recuerdo de lo que alguna vez fue. Merece un futuro, un rescate real. Quizás, algún día, alguien con la valentía suficiente para amar este puerto como se debe lo salve de naufragar definitivamente. Mientras tanto, su historia y su gente, los verdaderos porteños, seguirán luchando por mantener vivo el espíritu de una ciudad que aún tiene mucho por contar.